LA DECISIÓN
Él, muerto. Esa expiración con desespero propia del último hálito. Los ojos abiertos, pero sin ver. Las ventanas también abiertas, como para que se vaya, pero las cortinas quietas. Los tres hermanos, callados, como si algo les hubiese faltado decir o hacer. Quedó todo así.
El Ángel no. Él ni siquiera movía los músculos de la cara. Si pensaba algo era para adentro, sin que nadie note nada. Así de enfermo era. En cambio, el Alejandro era de mascullar. Hablaba, pero entre dientes. Entonces uno se enteraba de sus ideas macabras por el brillo criminal de los ojos. Y la más parecida al padre era la Adriana. Increíblemente, ella. Todo lo decía, no se guardaba nada, y además era buena.
Todo el tiempo habló la Adriana. Dijo que, aunque don Añauque no lo apruebe, la casa era de ella. Que ella lo cuidó desde que le dio el derrame y que sus hijos se han criado entre esas paredes. Que, aunque ella sea la única adoptada, es la que tiene más derechos porque desde que falta doña Maura, ha sido la presencia maternal de la casa. Que ella está encariñada con la familia, que se siente parte. Que, aunque no haya otras mujeres entre los descendientes de don Añauque, y aunque él no haya querido tener chinitas, ella no le había dado trabajo alguno. Que, al contrario, eso de limpiarle todo y siempre atenderle como sirvienta era cosa de hijos agradecidos. Que el alma de su mamita doña Maura estaba allí mismo, entre ellos. Que, aunque no lo crean, el almita siempre estaba aconsejándola. Que lo estaba mirando fijamente al Alejandro a ver qué decía. Que, en cambio, no hacía falta mirar al Ángel, porque ya sabía que no iba a decir nada. Que sabía lo que los dos pensaban a pesar de todo. Que, al contrario de lo que ellos pensaban, a ella no le importaba nada. Que todo estaba decidido. Que don Añauque no aprobaba, pero que doña Maurita sí.
La cortina apenas se movió y el Alejandro masculló. El Ángel supo que las cosas iban mal y la Adriana se calló. Don Añauque se sentó en el cajón e hizo ese quejido que siempre hacía cuando había bebido de más. Entonces entró de prisa el comisario, desenvainó el puñal y lo clavó en el pecho del difunto tan profundamente que el chorro de sangre se esparció por toda la habitación.
Quedó todo así. Los tres hermanos callados, como si algo les hubiese faltado decir o hacer. Los ojos abiertos, pero sin ver. Las ventanas también abiertas, como para que se vaya, pero las cortinas quietas. Esa expiración con desespero propia del último hálito. Él, muerto.
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